viernes, 16 de diciembre de 2011





Alberto Martín
 Rostro, cuerpo, identidad

Creo que el autor hace una interesante reflexión sobre el retrato individual y social. Nos habla de la esotérica infancia de la fotografía, cuando se establecía un juego de almas entre las miradas retratadas y las que observan esos retratos. Los rostros de esa época son fiel imagen de la sociedad a la que pertenecían.

Desde los ochenta se detecta un afán antropológico en los fotógrafos. Quieren retratar los diversos microgrupos, las cincunstancias humanas que rodean a cada sujeto. Cobra importancia la ciudad y los seres alienados que pueblan sus calles. La publicidad construye retratos colectivos que resumen la enorme superproducción de significados que pueblan el mundo. Toscani, se convierte con sus coloridos retratos en el demiurgo del universo Benetton. Interesa la deshumanización de la vida urbana, eso que Henry Miller llamó “la pesadilla climatizada”

Retratar una cultura es fotografiar un sistema de símbolos y significaciones, pero también es retratar las maneras de sentir. El autor plantea un debate acerca de la capacidad del retrato para captar lo superficial y lo profundo. Chessey afirmaba que “la fotografía no puede reproducir más que la superficie de las cosas”, pero esos matices superficiales son capaces de revelar al espectador los espacios más internos del sujeto. Las iluminadas anatomías de Mappelthorpe no dejan de sugerir universos ocultos.

Sin duda, el rostro sabe hablarnos de las zonas invisibles de la personalidad. En él se verifica esa extraña paradoja que asegura que “la piel es lo más profundo”
Retrato social de un microgrupo que a su vez nos retrata:



Retrato individual de personaje hallado en el viaje:



 

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